El platillo volador de la colina nos recuerda a las naves espaciales de Ed Wood, a las maquetas de plástico que utilizaba para que fuesen reales sus películas. Durante el día es un dolmen de piedra, un resto de tumba que se enfrenta al viento cuando hay luz y que se hace platillo tripulado cuando anochece. Con la oscuridad le salen ojos a la roca, ventanas hacia fuera, lo muerto recobra vida cuando los hombres descansan.

Y si su llegada es nocturna y misteriosa, podría pensarse que el pueblo corre peligro, que el perro empezará a ladrar para anunciarlo. Sin embargo, este dolmen lleva siglos entre nosotros, milenios aterrizando en la cima. La leyenda nos dice que sus ocupantes subieron las piedras de las ermitas hasta lo más alto del monte, que su presencia es tan antigua como la de esos árboles desconocidos de los que salió la madera para tallar el santo. En una tierra de interior, en un territorio alejado del mar, la nave de ojos de buey es también un faro para caminantes. Cualquier hombre sin rumbo podrá orientarse gracias a él, llegar al pueblo bajando la última colina. El dolmen es una sepultura que duerme de día y un resplandor de tres luces que nos devuelve al lugar del que venimos. El faro es para nosotros lo mismo que el pastor para el rebaño, la primera señal del hogar.

En la montaña mágica de Mari ocurren cosas que sólo pueden explicarse pintando, no hay otra forma de entenderlas. Los túmulos se iluminan con el último resplandor, se convierten en refugios habitados. Dicen que del interior salen individuos pequeños en busca de semillas de manzana, que rastrean la tierra hasta que amanece. Dicen que llevan una eternidad plantando árboles en lo más remoto de su galaxia, lo seguirán intentando todas las noches.

El espíritu del pueblo necesita un dios en forma de ángel, una imagen decorada para pasearla por sus calles y llevarla hasta las cumbres implorando la lluvia. Es entonces cuando San Miguel se hace figura y se cubre con un hábito que nos recuerda su origen extraterrestre. Y es así como la escafandra nos permite entender la historia del dolmen, la fortuna de un valle amparado por unos seres diminutos. Ahora sabemos que no hay nada extraño en el platillo que se posa, ni en el perro que no ladra al verlo, ni en las ovejas que continúan volcadas hacia la hierba. Cuando los hombres cierran los ojos, hay una guerra de mundos disputándose la oscuridad. El reino sideral, el animal y el divino pugnan por el espacio que les corresponde, pero la suya es una guerra sin sangre.